lunes, 7 de marzo de 2011

Las dos sortijas
















Un hombre que tenía dos hijos murió y, entre sus bienes, dejó dos sortijas. Una de ellas lucía un excepcional diamante, en tanto que la otra era simplemente de plata. El hermano primogénito, nada más ver las sortijas, dijo lleno de avaricia: “Como soy el hermano mayor, no cabe duda de que la sortija de diamantes la ha dejado nuestro padre para mí. En justicia me corresponde”. El hermano pequeño dijo: “De acuerdo, que sea para ti. Yo me conformo con la sortija de plata”.
Cada hermano se colocó en un dedo la sortija y cada uno emprendió su vida por separado. Unos días después, estaba el hermano menor jugueteando con la sortija cuando, de repente, examinó su interior y leyó la siguiente inscripción: “Esto también pasará”.
-Bueno –se dijo-, éste debe ser el mantra de mi padre.
Transcurrió el tiempo. La vida seguía su curso para ambos hermanos. Vinieron los buenos y los malos tiempos; la fortuna y el infortunio; las situaciones favorables y las desfavorables; el placer y el dolor.
El hermano mayor, ante las vicisitudes y cambios de la vida, comenzó a desequilibrarse. Se exaltaba en demasía con las situaciones favorables y se hundía en el desánimo con las desfavorables. Todo le alteraba mucho, de tal forma que tuvo que comenzar a tomar somníferos para poder dormir, a visitar a psiquiatras y a soportar el desorden de su mente. ¿De qué le servía haber vendido el fabuloso diamante de la sortija y con ese dinero haber amasado una colosal fortuna?
También el hermano menor se veía abocado a las vicisitudes de la vida y tenía que afrontar los buenos y los malos momentos, las circunstancias favorables y desfavorables, la alegría y la tristeza; pero nunca dejaba de tener presente la inscripción de la sortija: “Esto también pasará”. De ese modo mantenía una actitud de firmeza y ecuanimidad y no se dejaba arrastrar a estados de exaltación y depresión. Ni se aferraba al placer ni aborrecía el dolor. Estaba siempre en paz consigo mismo y fluía armónicamente con los acontecimientos. ¡Qué magnífica herencia le había dejado su padre!